Mientras Estados Unidos debate en las primarias quién merece ser su próximo presidente, en las pantallas nadie duda: el público ya eligió desde hace años a Frank Underwood. El oportuno paralelismo que propone la serie House of Cards con la vida real ayuda a disparar el interés por su cuarta temporada, que desde el viernes está disponible en Netflix y que invita al espectador a consumirla con voracidad maratónica.
Como en su refinada y ya clásica apertura, los nuevos trece capítulos de la serie combinan languidez estética con un relato centrado en el frenesí de sus protagonistas por ejercer el poder, en una búsqueda caníbal que los enfrenta a muerte. El personaje que con astuta sordidez protagoniza Kevin Spacey deberá esta vez resolver cuatro amenazas, claras desde el primer capítulo.
Por un lado, Underwood intentará ganar las elecciones para legitimar su inescrupuloso ascenso a la presidencia. Lleva las de perder contra Heather Dunbar (Elizabeth Marvel) y apelará a toda su galería de maquinaciones para conservar el sitial de honor en la Casa Blanca, ese palacio de intrigas y traiciones shakespearianas. También proseguirá la fría pulseada con el putinesco presidente ruso Viktor Petrov (Lars Mikkelsen), complot contra complot.
Sin embargo, la rival más peligrosa lo espera en su propia casa. Claire (Robin Wright), su elegante y calculadora esposa, abandonará su rol de socia menor y buscará con ambición su propio destino político. Se destaca como su madre Ellen Burstyn, una mujer enquistada en el rencor que explica cómo su hija llegó a ser quien es.
La guerra de los Underwood se librará en el campo de batalla de una separación en la que se discute al poder como un bien ganancial. Esa será la encrucijada que definirá la suerte del presidente, para la que deberá despojarse de sutilezas: en ese combate no servirán sus trucos de encantador de serpientes. La máscara de hipocresía detrás de la que se oculta el despiadado personaje de Spacey se desmoronará en el cuarto capítulo, cuando la historia dé un giro impensado.
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